jueves, 17 de diciembre de 2015

LA TORTURA

por Carlos A. Trevisi

Las dos caras se precipitaban sobre la mía. 

Entre ambas, una luz enceguecedora me obligaba a cerrar los ojos. La cara de la derecha –mi derecha- lucía ojos negros inexpresivos, aunque atentos; los mismos que mostraría cualquier cara abocada a un trabajo concentrada en lo suyo. La de la izquierda inspiraba una cierta ternura. Acaso por eso, cuando mis ojos superaban la luz destellante que me impulsaba a cerrarlos, buscaban los suyos en respuesta a una necesidad que imaginaba percibían.

Las mascarillas que cubrían esas caras les conferían un anonimato que en realidad no era tal: eran las caras de siempre, los mismos pelos cayendo sobre la frente, los mismos gestos, la misma voz con acento argentino…  

No hablaban. 

Sólo palabras aisladas: deme, ponga, quite, más, no tanto…

El propietario de la cara de la derecha buscaba, de entre una exposición bien ordenada de elementos de tortura, las herramientas que sucesivamente utilizaría para atenazar mis carnes y, sin pausa, volvía a mi.  

Cuando las heridas sangraban más de lo que era de esperar, teniendo en cuenta que había que terminar la tarea con pocas muestras residuales de las heridas infringidas, recogía un cicatrizante en una especie de espátula  sobre la que antes había puesto una pócima amarillenta con olor a medicamento.

Al cabo de una hora de martirio, la cara de la derecha, luego de apagar la lacerante luz , dirigiéndose a mi, dijo:“Mastique del otro lado

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