viernes, 1 de junio de 2018

EDUCACIÓN: EL PLAN BOLONIA


Según se planteó  hace ya 10 años las circunstancias eran poco favorables  respecto de las carreras humanistas en el contexto del Plan Bolonia. Fue lamentable que se insistiera en ello. Hoy día es practicamente inapelable que el desinterés  por las humanidades haya cundido hasta en la educación media. Los últimos acontecimientos que dieron por tierra con el gobierno del PP abren una puerta para retomar una senda que vuelva a una etapa de confluencia entre las humanidades y los nuevos recursos que nos ofrecen las nuevas tecnologías. (Carlos A Trevisi)
El Plan Bolonia
2008

El desprestigio de la política y de los políticos se debe casi exclusivamente al hecho de que el sistema que impulsa a la acción no se corresponde con la realidad. Es tal la rapidez con que se precipitan los acontecimientos que no hay tiempo para hurgar en los planos ocultos de la realidad, que exigen  una profunda reflexión que abarque la mayor cantidad  posible de variables  (y vaya esto en el mejor de los casos, que si hilamos fino…). De ahí que seguramente haya caído en desuso aquello de que la educación es demasiado importante para quedar en manos de los maestros.

 

Un programa de televisión que aborda distintos temas de actualidad presentó a cuatro políticos representantes de otros tantos partidos a debatir sobre el tema Bolonia. Hubo coincidencias respecto de las nuevas posibilidades que se brindan a los estudiantes (asistir libremente a cualquier universidad europea -comenzando la carrera en un país y terminando en otro, por ejemplo); se habló de la existencia de antiguos planes aún en vigencia que autorizan alternancias parecidas pero que no satisfacen tan integralmente sus aspiraciones (Erasmus), etc.

 

Un  tema, sin embargo, nada  “light”, en el que coincidieron to-dos -una profesora universitaria del PSOE y uno de igual ocu-pación del PP, en los que primaba su condición de políticos- , habría exigido una reflexión más profunda y marcado con claridad las diferencias entre ambos.

Se trataba de reivindicar una necesidad que ya la universidad argentina de la década del sesenta había puesto en marcha: insertar la Universidad  en la sociedad favoreciendo estudios que sirvieran a  los intereses de las empresas de modo que a través de la especialización no sólo se encontrara una salida laboral a los estudiantes, sino que las empresas contaran con gente que por "pertenecer" al medio se consustanciaría mejor.

Con todo que es de dudosa importancia lo que manifiestan, podría aceptarse como marco. Lo grave fue que no supieron explicar -pese a que se planteó el asunto- qué pasaría con las carreras de humanidades a las que, poco más o menos,  se las invitaba a seguir adelante como en la actualidad, no sin antes dejar en claro que habría carreras que desaparecerían porque la misma demanda de los estudiantes, aún hoy día va dejando desiertas más de una de ellas; o que los tales profesores de la tertulia (¿políticos?) no dieran razones de fondo para plantear objetivamente las reservas que exige una adhesión a Bolonia.

Esto de restar importancia a las humanidades no es achacable al sistema universitario, que tiene su atraso –no podemos omitir que las universidades españolas son paquidérmicas y con esa “agilidad” no es extraño que no figure ninguna de ellas entre las cien mejores universidades del mundo- sino más bien al desborde social propio de un país que en treinta años se ha enriquecido de tal modo que sus jóvenes han perdido el rumbo hacia el conocimiento y se han dedicado a hacer dinero.

Si hoy día deserta uno de cada tres universitarios no será porque la universidad no funciona sino porque nuestros jóvenes viven una vida  despreocupada  de los valores que tendrían que alimentar su voluntad y su inteligencia (de ahí entre otras cosas que las mujeres, no imbuidas aún de esa necesidad de hacer dinero,  hayan copado el “mercado” universitario y cuantita-tivamente superen a los varones en número de graduados).

Tampoco es de descartar que las PYMES, que representan el 80 % del PIB español estén en manos de gente lista pero sin preparación, que ha sabido encausarlas en épocas de bonanza aunque sin la vitalidad necesaria para la  prospección de un devenir no muy lejano. El hecho es que tales escaseces no las autorizan a participar de los cambios tan profundos que se están operando si no encaran una reforma  productiva que no saben cómo llevar a cabo y para la cual, por temor a perder el control de su “creación”,  excepcionalmente buscarían ayuda profesional universitaria.

Así, la demanda de universitarios quedaría en el ámbito de ese 20 % restante que representan las grandes empresas transnacionalizadas, que contratarían  a sus ejecutivos junior allá donde se instalaran. En este punto se podría asegurar, sin un gran margen de error, que difícilmente contraten españolitos hasta que no asumamos que una de las más terribles fallas de su formación radica en que no saben inglés, detalle al que no se aludió en ningún momento durante la entrevista y que tiene tela para cortar, porque, entre otras cosas, sólo los  colegios privados imparten un buen nivel de lengua inglesa.

La universidad no es sólo para aprender medicina, química o derecho. Le cabe la obligación de ofrecer una educación epistemológica para crear universos  reflexivos que apunten al saber antes bien que a cómo fabricar tornillos o administrar una empresa. La postura que sostenían los profesores invitados al programa era la de condicionar esos saberes a las necesidades de la empresa que, eventualmente, hasta  “subvencionarían” carreras. Así, se me ocurre con mordacidad, habría estudios superiores en tornillos, válvulas de coches, ordenadores, teléfonos móviles… pero difícilmente facultades de ciencias sociales.

Las sucesivas circunstancias que han empujado al mundo a esta nueva catástrofe económico-financiera que estamos viviendo exige ir a las fuentes, porque no es cuestión de que no sepamos defendernos ante tamaño atropello. La estafa por 50 mil millones de dólares que perpetró Madoff en EE.UU. es operativamente tan antigua que mete miedo. Eso de la “pirámide” lo hace cualquier Manolito como el amiguito de Mafalda. Y nadie se dio cuenta (¿nadie?) ¿Cómo es posible que ese canalla prometiera un 100% de interés a tres meses de realizada la inversión? ¿Sabrán estos profesores invitados al programa que los paraísos fiscales guardan 3 billones de dólares -3 billones, con 12 ceros- de dinero negro que no tributa y que baja, según las circunstancias, (drogas, armamentismo) aquí o acullá para seguir acumulando más millones y millones? 

Las empresas ya no tienen ni autonomía económica ni financiera. Los bancos son sus  socios principales y , en su legítima búsqueda por ganar dinero (porque es legítima, mal que nos pese) son ellos los que eligen los productos que necesita el mercado: cómo tienen que ser (o no ser), cuándo deben aparecer (y cuándo desaparecer); dónde tienen que comercializarse (y dónde no); a qué precios, y demás. Se acabó la época en que Henry Ford levantaba una fábrica de autos sin contar para nada con los bancos, a los que jamás pidió un dólar prestado. Hoy día para conseguir un crédito lo que le importa al banco es que el proyecto satisfaga sus intereses;   si no fuera así no hay crédito y, consecuentemente, no hay producto. El paradigma de esta miseria son las empresas farmacéuticas (os ruego visitéis “La salud no es un derecho” en http://www. fundacionemiliamariatrevisi.com/articulosdeopinion/poli6b.htm

La gravedad de esto radica en el hecho de que esta compla-cencia con Bolonia en los términos actuales de aplicación puede perjudicar seriamente a la universidad pública, privando a la sociedad, a la que pretende defender, de valores esenciales que únicamente aquella puede brindar: nadie “monta” una universidad con la mira puesta en la sociedad y, aún si así fuera, llegado el momento, sus circunstancias financieras y necesidad de supervivencia tirarían por la borda sus mejores intenciones.

Todo indica que el afán por “pertenecer”  nos arroja en manos de Bolonia sin haber lavado la ropa sucia antes. Hay estadios que no se pueden saltar, a menos que aspiremos a una universidad “cocacola”, en la que el envase vale más que el contenido.


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