Mi amigo
el ladrón
Por Carlos A. Trevisi
El tipo llevaba una máscara.
Al quitársela ….
I
Uno se pregunta cómo es que
algunas personas se permiten aparcar la “buena costumbre” de no apoderarse
de lo ajeno ante las adversidades a los que los someten las circunstancias de
la vida.
No se trata de delincuentes
consumados. Son unos pobres seres que sustraen todo aquello que por la escasa
cuantía en euros que representa escapan al control administrativo de las
empresas en las que prestan servicios.
Claro que de a poco, cuando el
hábito empaña la culpa, van pasando de pequeñeces a delitos mayores –aquellos
que exigen una estrategia para no caer- aunque deba decirse que la
cuantía del dinero que se quedan no admite el riesgo que representa tener
cómplices que acompañen la inmoralidad.
No debe descartarse, sin embargo que el rendimiento puede ser importante si se
trata de un “delito continuado”.
Lean ustedes lo que me pasó.
II
Solía tener por amigo a
uno que se manifestaba devoto creyente de la fe católica. Su actitud, aunque
reservada, mostraba cordialidad y afecto. Hablábamos regularmente sobre temas
de interés mutuo. Era un hombre preparado con un perfil que autorizaba puestas
en común interesantes. Me llamaba la atención, sin embargo, que no pudiéramos
redondear por e-mail los temas que nos convocaban. En más de una ocasión le
pedí continuar las charlas por escrito para poder recrear nuevos enfoques dado
lo escaso de mi tiempo. Su comentario “prefiero hablar” no me
resultó para nada sospechoso aunque el tiempo me permitió verificar que el
riesgo del “scripta manent” cobraba sentido a partir de más de una
actitud suya.
Trabajaba en la Cámara del Libro en Madrid,
institución que me era muy querida porque uno de sus directores en la
Argentina había sido profesor mío en el Nacional de Buenos Aires. Aunque
nunca lo hablé con él, seguramente las circunstancias que imperaban en aquel
país lo habían empujado a seguir su carrera docente en Madrid, donde lo reencontré.
Fue precisamente él quien me presentó a este hombre cordial y afectuoso con el
que rápidamente trabé relación.
La Cámara estaba vinculada al mundo
empresario y prestaba apoyo no sólo a las editoriales cuyas novedades
promocionaba, sino al mundo de la tecnología digital lo que me impulsó a contar
con su asistencia para encarar un proyecto que ya había sido
todo un éxito en Buenos Aires: un congreso de informática educativa en el
que participarían todas las fuerzas vivas del municipio.
En realidad nunca supe siquiera
si lo leyó pues lo tercerizó, depositando su ejecución en otras
personas –personajes, más bien- de las que apenas yo tenía referencias y en
sólo uno o dos casos llegué a conocer. Sen-tía –según decía- que el director no
veía de buen grado su entusiasmo por actividades ajenas a su trabajo
específico aunque bien podría haber empalmado unas con otras dado que los
proyectos encajaban con la actividades que desempeñaba. Así, en espera de
“mejores momentos”, encarpetaba los proyectos.
En una ocasión me presentó a un
español del que me dijo era miembro de una academia americana –nunca supe del
todo a qué Academia se refería, aunque imaginaba que era la de la historia. Nunca
más supe de él. En otras ocasiones lo presenté a gente del pueblo –para ese
entonces vivía yo en un hermoso pueblo de la meseta castellana- que tenían
aficiones artísticas o eran especialistas en informática, algo que le habría
venido muy bien (apenas si sabía poco más allá de encender una PC), o un poeta
encantador que publicaba sus versos apoyado por el Ayuntamiento, cuyo Concejal
de Cultura era una persona abierta y entregada a su tarea.
Para entonces mis setenta años
me habían puesto en la fila que me llevaría más temprano que tarde al incinera-
dor. Seguía teniendo el
entusiasmo de un joven y el mismo apuro, aunque en otra dimensión: aquella que
se busca cuando uno quiere cerrar el último capítulo de su vida con una tarea
que resume toda la experiencia aquilatada a lo largo del tiempo. Así fue
como continué con mi afán por plasmar por escrito una alternativa didáctica a
lo que se hacía –y hace- habitualmente para aprender inglés. De resultas me
dediqué con ahínco a procesar una
película norteamericana a la que se acompañaba un libro que prestaba apoyo con
ejercicios y demás actividades propias del aprendizaje de esa lengua.
El libro y el CD que
acompañaba salió a la venta “en negro", sin el sello
editorial de la fundación que aún presidía a título honorario. Se trataba de
cien copias que se lanzaron al mercado local para ver qué respuesta tenía en la
gente.
Muchos de ellos se vendieron el
día de la presentación. Apenas un mes más tarde ya se habían vendido en su
totalidad, salvo unas diez copias que se reservaron para obsequiar y guardar en
mi archivo personal. El pago de la deuda con la imprenta se había acordado a 30
días, fecha para cuando habíamos estimado estarían los 100 libros vendidos.
Se recaudó el dinero previsto.
La deuda con la imprenta rondaba una cantidad que, deducida del total,
justificaba el emprendimiento: se habían logrado beneficios que se
aplicarían a nuevas ediciones.
III
Para un "porteño"
palabras como “boludo” o “hijoeputa” no son insultos que encierren una
gran ofensa -la primera porque se ha incorporado al lenguaje cotidiano con la
misma carga que tiene, por ejemplo, la palabra “pajarón”, algo equiparable a
“gilipollas”, y la segunda por ser exclamativa antes que insultante; se
dice “¡qué hijo
puta!” con la misma naturalidad
y carga que se dice “¡Qué mal tipo!” ; a nadie al que se le dice “hijoeputa”
se le ocurre pensar que se está insultando a su madre. Estas dos palabras
en boca de un amigo no son especialmente ofensivas.
Estábamos charlando de la
visita que hiciera Juan Pablo II a la Argentina. Durante la conversación se
comentaron los alcances de la cruel dictadura militar que para entonces ejercía un tal Galtieri. Entre las
muchas barbaridades cometidas por los militares la invitación al Papa para que
tranquilizara los ánimos de la gente que se había sentido traicionada una vez
más, dio lugar a que me refiriera a él como un “hijooputa” por haberse
incorporado al ruedo de las miserias del gobierno argentino sin denunciar su gestión
que, entre otras cosas –desaparecidos y demás- incluía el disparate de la
Guerra de Las Malvinas.
Fue entonces cuando mi amigo
mostró la hilacha. Harto de mi, me espetó un “No puedes decir eso”, ”¡El Papa es mi
amigo; yo soy amigo del Papa! ¿A ti te gustaría que yo te dijera
que un hijo tuyo es un hijo de puta?
Asumí entonces que la sinceridad
que yo le había dispensado y qué él pensó serviría a sus intenciones de
incorporarme a sus ideas había disparado sus adentros y toda su
aparente entrega para conmigo había quedado al descubierto: yo ya no le sirvía.
Su furia fundamentalista lo había traicionado. Yo ya no era de los suyos.
Según pasaba el tiempo, con profundo dolor, comencé a ver las cosas más
objetivamente. Recordando sus comentarios sobre terceros, fui de a poco descubriendo
que vivía de y en
los demás como si fueran cosas; en mi, en especial, de quién sabía
prácticamente todo lo que se refería a mis relaciones con los de-
más: mis fuerzas para ayudar y mi
definitivo alejamiento de todos aquellos que traicionan los principios de la
convivencia. Recordé entonces una experiencia mía en Buenos Aires con un médico
del OPUS, pediatra de mis hijos, que cuando vio que no podía hacerme de la “causa”
se apartó de la familia dejando de asistirlos.
Apoltronado en
su cripta, este amiguete español no sabía, no se había enterado que lo que
mueve nuestras vidas cotidianamente es la realidad pura y dura y que para vivir
es menester encontrar un espacio donde poder estar para poder seguir siendo y
que, cuando no se lo encuentra, su deriva puede ser trágica.
Fui descubriendo entonces el poco interés
que tenía por su trabajo. Solo lo movía un afán proselitista por instalar en la
conciencia de sus elegidos las grandes verdades que él sostenía, que por otra
parte ni siquiera eran suyas, ni las de su fe: solo las de la organización a la
que pertenecía y que yo desconocía por entonces, aunque …
Su aceptación de algunos de los
“trabajos” que el OPUS llevaba a cabo en Argentina (recogían niñas menesterosas
y las preparaban para servir como personal doméstico en las casas de los
miembros de la Obra) me fueron acercando a su devoción por Escrivá de Balaguer.
El día que le manifesté mi opinión acerca del aborto –más bien acerca de los
que lo practican-, sacó a relucir nuevamente la “verdad”. Recuerdo haberle
dicho que hay circunstancias en las que la gente tiene que tener la posibilidad
de decidir por sí misma, en ejercicio de su propia libertad y al margen de los
preceptos de la Iglesia. “La verdad es absoluta” –decía- “tan absoluta que
la única y verdadera fe es la católica. Cualquiera que pertenezca a otra
religión tiene que asumir su error. De no ser así, se condenará. Y un aborto es
un asesinato”.
Mi amigo comenzaba a sentir una
manifiesta fatiga por la relación que sosteníamos. Se lo veía más suelto y más
categórico. Lo que hasta entonces había sido un silencio que desaprobaba mis
opiniones sin contradecirlas, como el de alguien que espera pacientemente algún
logro y descubre que se aleja sin remedio, se fue transformando en un diálogo
ríspido; el que se sostiene cuando perdemos interés por los que no sirven a
nuestro propósito.
Uno de los temas que
prácticamente dio por terminada nuestra relación afectiva aunque no profesional,
fue su opinión acerca de que no se debe juzgar a la gente. Encontré en esa
opinión la posibilidad de entrar en el mundo de sus ideas. Le manifesté
entonces que juzgar no es condenar; es abrir alternativas en la búsqueda de la
verdad y el entendimiento para perdonar o entender mejor al prójimo, aunque
también, claro, llegado el caso, para condenar. ¿Qué sería si no de la dignidad
de los católicos, de la necesidad que se ha proclamado desde siempre de estar
en los demás, de agotar las instancias en un encuentro fructífero que allane
las diferencias y ponga en común las semejanzas?
Pocos días después me llamó para decirme
que la situación de la cámara se estaba tornando insostenible y que él ya
no podría encargarse de todo lo que habíamos planeado y que en consecuencia me
sugería que hablara directamente con el director respecto de todos
aquellos proyectos que él ya no podía encarar, especialmente el proyecto de los
cursos de inglés que se reanudarían a corto plazo en la cámara.
Allí fui. El proyecto siguió
adelante aunque...
IV
Mi amigo, según habíamos quedado
cuando se publicó el libro para el curso de inglés, se había comprometido
a recaudar el dinero de la venta y liquidar la deuda con la imprenta. No
se habló más del asunto. Tampoco se me ocurrió verificar si se habían
efectuado los pagos. De hecho fue pasando el tiempo y ante la certeza de que se
había cumplido con la deuda contraída, ni me acordé más, tal la confianza que
había depositado en él.
V
Ante la demanda de nuevas copias volví a la imprenta para pedir presupuesto por una nueva
partida. Cliente viejo del lugar, no
bien pisé la oficina del gerente, nos saludamos cordialmente aunque me llamó la
atención que no mostrara la alegría que solía manifestar cuando nos veíamos. Me
preguntó la razón de mi presencia. Le comenté mi idea de hacer más copias del
libro dado que los nuevos cursantes lo requerían, agregando que la venta
de la edición anterior nos había dejado margen como para pagar las nuevas
copias sin ningún apremio.
Por respuesta solo obtuve que
volcara su atención en el ordenador. No habían pasado 20 segundos cuando girando
la pantalla hacia mi me hizo ver que aún estaba pendiente de pago la partida
anterior.
Le expliqué que tenía que haber
un error porque el pago lo había efectuado la persona que se había encargado de
su venta, amigo personal mío y a quién él conocía porque en más de una ocasión,
durante el trámite de la edición, me había acompañado en varias oportunidades.
De pronto se desveló lo que mi
memoria venía diciéndome respecto de las varias actitudes a las que no había
prestado la debida atención cuando mi corazón dictaba la relación que había
sostenido para con él.
Confirmé el nuevo encargo de 100
copias y salí a la calle.
Epílogo
Fui a ver al dueño de la empresa
para comentarle lo que había sucedido. Me dio el dinero de inmediato pidiéndome
lo excusara por ante el imprentero.
Allá fui. Le pagué y santas
pascuas.
A los dos o tres días recibí una
llamada de la imprenta. El propietario
me comentó que este suijeto había ido a decirle que estaba pasando por un mal momento
y que…
Cuando se enteró que ya se había
saldado la cuenta solo dijo, con algún brillo en los ojos, “ ¡Bien! Entonces ya
no debo nada!”
Camino del coche recordé lo de
“el Papa es mi amigo” y “yo soy amigo del Papa” y aquello otro de
“¿Te gustaría que yo te dijera que un hijo tuyo es un hijo de
puta?”.
Y de las otras muchas cosas de
las que usted amigo lector, ni nadie se enterarán jamás pero que él se
merecería que le recordara cara a cara si no fuera que ya no me interesa.
Un amigo suyo del pueblo,
también de la panda de los fundamentalistas, comentó poco antes de mi última
visita a la imprenta, que no había visto la película “Los Borgia” porque
“yo soy católico”.
No sabe nada de todo esto ni
seré yo quién se lo diga. Tampoco sabe su familia que las vacaciones en la
Costa Brava, ese verano, las pagué yo.
Me pregunté entonces si
habría sido ésta la primera vez que veraneaban gratis.
A veces me lo cruzo por ahí y me
queda el sabor amargo de no haber sabido reconocer, pese a mis años, a un
sinvergüenza.
¿Será trágica su deriva? Vaya
uno a saber. A lo mejor algún otro amigo le da una mano. El Papa, acaso.
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