lunes, 12 de noviembre de 2012

MI AMIGO EL LADRÓN (CUENTO)

¿Qué ha hecho usted cuando se le ha cruzado un tipo como el del cuento?


Mi amigo el ladrón
Por Carlos A. Trevisi

        

El tipo llevaba una máscara.
Al quitársela ….    
     
I

Uno se pregunta cómo es que algunas personas se permiten aparcar la “buena costumbre” de no apoderarse de lo ajeno ante las adversidades a los que los someten las circunstancias de la vida.

No se trata de delincuentes consumados. Son unos pobres seres que sustraen todo aquello que por la escasa cuantía en euros que representa escapan al control administrativo de las empresas en las que prestan servicios.

Claro que de a poco, cuando el hábito empaña la culpa, van pasando de pequeñeces a delitos mayores –aquellos que exigen una estrategia para no caer-  aunque deba decirse que la cuantía del dinero que se quedan no admite el riesgo que representa tener cómplices que acompañen  la inmoralidad. No debe descartarse, sin embargo que el rendimiento puede ser importante si se trata de un “delito continuado”.

Lean ustedes lo que me pasó.

II

Solía tener por  amigo a uno que se manifestaba devoto creyente de la fe católica. Su actitud, aunque reservada, mostraba cordialidad y afecto. Hablábamos regularmente sobre temas de interés mutuo. Era un hombre preparado con un perfil que autorizaba puestas en común interesantes. Me llamaba la atención, sin embargo, que no pudiéramos redondear por e-mail los temas que nos convocaban. En más de una ocasión le pedí continuar las charlas por escrito para poder recrear nuevos enfoques dado lo escaso de mi  tiempo. Su comentario “prefiero hablar”  no me resultó para nada sospechoso aunque el tiempo me permitió verificar que el riesgo del “scripta manent” cobraba sentido a partir de  más de una actitud suya.

Trabajaba en la Cámara del Libro en Madrid, institución que me era muy querida porque uno de sus  directores en la Argentina había sido profesor mío en el Nacional de Buenos Aires.  Aunque nunca lo hablé con él, seguramente las circunstancias que imperaban en aquel país lo habían empujado a seguir su carrera docente en Madrid, donde lo reencontré. Fue precisamente él quien me presentó a este hombre cordial y afectuoso con el que rápidamente trabé relación.

La Cámara estaba vinculada al mundo empresario y  prestaba apoyo no sólo a las editoriales cuyas novedades promocionaba, sino al mundo de la tecnología digital lo que me impulsó a contar con su asistencia  para encarar un proyecto  que ya había sido todo un éxito en Buenos Aires: un congreso de  informática educativa en el que participarían todas las fuerzas vivas del municipio.
En realidad nunca supe siquiera si lo leyó  pues lo tercerizó, depositando  su ejecución en otras personas –personajes, más bien- de las que apenas yo tenía referencias y en sólo uno o dos casos llegué a conocer. Sen-tía –según decía- que el director no veía  de buen grado su entusiasmo por actividades ajenas a su trabajo específico aunque bien podría haber empalmado unas con otras dado que los proyectos encajaban con la actividades que desempeñaba. Así,  en espera de “mejores momentos”, encarpetaba los proyectos.

En una ocasión me presentó a un español del que me dijo era miembro de una academia americana –nunca supe del todo a qué Academia se refería, aunque imaginaba que era la de la historia. Nunca más supe de él. En otras ocasiones lo presenté a gente del pueblo –para ese entonces vivía yo en un hermoso pueblo de la meseta castellana- que tenían aficiones artísticas o eran especialistas en informática, algo que le habría venido muy bien (apenas si sabía poco más allá de encender una PC), o un poeta encantador que publicaba sus versos apoyado por el Ayuntamiento, cuyo Concejal de Cultura era una persona abierta y entregada a su tarea.
Para entonces mis setenta años me habían puesto en la fila que me llevaría más temprano que tarde al incinera-
dor. Seguía teniendo el entusiasmo de un joven y el mismo apuro, aunque en otra dimensión: aquella que se busca cuando uno quiere cerrar el último capítulo de su vida con una tarea que resume toda la experiencia aquilatada a lo largo del tiempo.  Así fue como continué con mi afán por plasmar por escrito una alternativa didáctica a lo que se hacía –y hace- habitualmente para aprender inglés. De resultas me dediqué con ahínco a   procesar una película norteamericana a la que se acompañaba un libro que prestaba apoyo con ejercicios y demás actividades propias del aprendizaje de esa lengua.
El libro y el CD que acompañaba   salió a la venta “en  negro", sin el sello editorial de la fundación que aún presidía a título honorario. Se trataba de cien copias que se lanzaron al mercado local para ver qué respuesta tenía en la gente.
Muchos de ellos se vendieron el día de la presentación. Apenas un mes más tarde ya se habían vendido en su totalidad, salvo unas diez copias que se reservaron para obsequiar y guardar en mi archivo personal. El pago de la deuda con la imprenta se había acordado a 30 días, fecha para cuando habíamos estimado estarían los 100 libros vendidos.
Se recaudó el dinero previsto. La  deuda con la imprenta rondaba una cantidad que, deducida del total, justificaba el emprendimiento:  se habían logrado beneficios que se aplicarían a nuevas ediciones.

III

Para un "porteño" palabras como “boludo” o “hijoeputa”  no son insultos que encierren una gran ofensa -la primera porque se ha incorporado al lenguaje cotidiano con la misma carga que tiene, por ejemplo, la palabra “pajarón”, algo equiparable a “gilipollas”,  y la segunda por ser exclamativa antes que insultante; se dice “¡qué hijo
puta!” con la misma naturalidad y carga que se dice “¡Qué mal tipo!” ; a nadie al que se le dice “hijoeputa” se  le ocurre pensar que se está insultando a su madre. Estas dos palabras en boca de un amigo no son especialmente ofensivas.

Estábamos charlando  de la visita que hiciera Juan Pablo II a la Argentina. Durante la conversación se comentaron los alcances de la cruel dictadura militar que para  entonces ejercía un tal Galtieri. Entre las muchas barbaridades cometidas por los militares la invitación al Papa para que tranquilizara los ánimos de la gente que se había sentido traicionada una vez más, dio lugar a que me refiriera a él como un “hijooputa” por haberse incorporado al ruedo de las miserias del gobierno argentino sin denunciar su gestión que, entre otras cosas –desaparecidos y demás- incluía el disparate de la Guerra de Las Malvinas.

Fue entonces cuando mi amigo mostró la hilacha. Harto de mi, me espetó un “No puedes decir eso”, ”¡El Papa es mi amigo; yo soy amigo del Papa! ¿A ti te gustaría que yo te dijera que un hijo tuyo es un hijo de puta?

Asumí entonces que la sinceridad que yo le había dispensado y qué él pensó serviría a sus intenciones de incorporarme  a sus ideas  había disparado sus adentros y toda su aparente entrega para conmigo había quedado al descubierto: yo ya no le sirvía. Su furia fundamentalista lo había traicionado. Yo ya no era de los suyos.

Según pasaba el tiempo, con profundo dolor, comencé a ver las cosas más objetivamente. Recordando sus comentarios sobre terceros, fui de a poco descubriendo que vivía de y en los demás como si fueran cosas; en mi, en especial, de quién sabía prácticamente todo lo que se refería a mis relaciones con los de-
más: mis fuerzas para ayudar y mi definitivo alejamiento de todos aquellos que traicionan los principios de la convivencia. Recordé entonces una experiencia mía en Buenos Aires con un médico del OPUS, pediatra de mis hijos, que cuando vio que no podía hacerme de la “causa” se apartó de la familia dejando de asistirlos.

Apoltronado  en su cripta, este amiguete español no sabía, no se había enterado que lo que mueve nuestras vidas cotidianamente es la realidad pura y dura y que para vivir es menester encontrar un espacio donde poder estar para poder seguir siendo y que, cuando no se lo encuentra, su deriva puede ser trágica.

Fui descubriendo entonces el poco interés que tenía por su trabajo. Solo lo movía un afán proselitista por instalar en la conciencia de sus elegidos las grandes verdades que él sostenía, que por otra parte ni siquiera eran suyas, ni las de su fe: solo las de la organización a la que pertenecía y que yo desconocía por entonces, aunque …

Su aceptación de algunos de los “trabajos” que el OPUS llevaba a cabo  en Argentina (recogían niñas menesterosas y las preparaban para servir como personal doméstico en las casas de los miembros de la Obra) me fueron acercando a su devoción por Escrivá de Balaguer. El día que le manifesté mi opinión acerca del aborto –más bien acerca de los que lo practican-, sacó a relucir nuevamente la “verdad”. Recuerdo haberle dicho que hay circunstancias en las que la gente tiene que tener la posibilidad de decidir por sí misma, en ejercicio de su propia libertad y al margen de los preceptos de la Iglesia. “La verdad es absoluta” –decía- “tan absoluta que la  única y verdadera fe es la católica. Cualquiera que pertenezca a otra religión tiene que asumir su error. De no ser así, se condenará. Y un aborto es un asesinato”.

Mi amigo comenzaba a sentir una manifiesta fatiga por la relación que sosteníamos. Se lo veía más suelto y más categórico. Lo que hasta entonces había sido un silencio que desaprobaba mis opiniones sin contradecirlas, como el de alguien que espera pacientemente algún logro y descubre que se aleja sin remedio, se fue transformando en un diálogo ríspido; el que se sostiene cuando perdemos interés por los que no sirven a nuestro propósito.

Uno de los temas que prácticamente dio por terminada nuestra relación afectiva aunque no profesional, fue su opinión acerca de que no se debe juzgar a la gente. Encontré en esa opinión la posibilidad de entrar en el mundo de sus ideas. Le manifesté entonces que juzgar no es condenar; es abrir alternativas en la búsqueda de la verdad y el entendimiento para perdonar o entender mejor al prójimo, aunque también, claro, llegado el caso, para condenar. ¿Qué sería si no de la  dignidad de los católicos, de la necesidad que se ha proclamado desde siempre de estar en los demás, de agotar las instancias en un encuentro fructífero que allane las diferencias y ponga en común las semejanzas?

Pocos días después me llamó para decirme que la situación de la cámara se estaba tornando insostenible y que él ya no podría encargarse de todo lo que habíamos planeado y que en consecuencia me sugería que hablara directamente con el director respecto de todos aquellos proyectos que él ya no podía encarar, especialmente el proyecto de los cursos de inglés que se reanudarían a corto plazo en la cámara.
 Allí fui. El proyecto siguió adelante aunque...

IV


Mi amigo, según habíamos quedado cuando se publicó el libro para el curso de inglés,  se había comprometido a recaudar el dinero de la venta y liquidar la deuda  con la imprenta. No se habló más del asunto. Tampoco se me ocurrió  verificar si se habían efectuado los pagos. De hecho fue pasando el tiempo y ante la certeza de que se había cumplido con la deuda contraída, ni me acordé más, tal la confianza que había depositado en él.

V

Ante la demanda de nuevas copias volví a la imprenta para pedir presupuesto por una nueva partida.  Cliente viejo del lugar, no bien pisé la oficina del gerente, nos saludamos cordialmente aunque me llamó la atención que no mostrara la alegría que solía manifestar cuando nos veíamos. Me preguntó la razón de mi presencia. Le comenté mi idea de hacer más copias del libro dado que los  nuevos cursantes lo requerían, agregando que la venta de la edición anterior nos había dejado margen como para pagar las nuevas copias sin ningún apremio.
Por respuesta solo obtuve que volcara su atención en el ordenador. No habían pasado 20 segundos cuando girando la pantalla hacia mi me hizo ver que aún estaba pendiente de pago la partida anterior.
Le expliqué que tenía que haber un error porque el pago lo había efectuado la persona que se había encargado de su venta, amigo personal mío y a quién él conocía porque en más de una ocasión, durante el trámite de la edición, me había acompañado en varias oportunidades.

De pronto se desveló lo que mi memoria venía diciéndome respecto de las varias actitudes a las que no había prestado la debida atención cuando mi corazón dictaba la relación que había sostenido para con él.

Confirmé el nuevo encargo de 100 copias y salí a la calle.

Epílogo

Fui a ver al dueño de la empresa para comentarle lo que había sucedido. Me dio el dinero de inmediato pidiéndome lo excusara por ante el imprentero.
Allá fui. Le pagué y santas pascuas.
A los dos o tres días recibí una llamada de la imprenta.  El propietario me comentó que este suijeto había ido a decirle que estaba pasando por un mal momento y que…
Cuando se enteró que ya se había saldado la cuenta solo dijo, con algún brillo en los ojos, “ ¡Bien! Entonces ya no debo nada!”

Camino del coche recordé lo de “el Papa es mi amigo” y “yo soy amigo del Papa” y aquello otro de “¿Te  gustaría que yo te dijera que un hijo tuyo es un hijo de puta?”. 
Y de las otras muchas cosas de las que usted amigo lector, ni nadie se enterarán jamás pero que él se merecería que le recordara cara a cara si no fuera que ya no me interesa.
Un amigo suyo del pueblo, también de la panda de los fundamentalistas, comentó poco antes de mi última visita a la imprenta, que no había visto la película “Los Borgia” porque “yo soy católico”.
No sabe nada de todo esto ni seré yo quién se lo diga. Tampoco sabe su familia que las vacaciones en la Costa Brava, ese verano, las pagué yo.
Me pregunté entonces  si habría sido ésta la primera vez que veraneaban gratis.
A veces me lo cruzo por ahí y me queda el sabor amargo de no haber sabido reconocer, pese a mis años, a un sinvergüenza.
¿Será trágica su deriva? Vaya uno a saber. A lo mejor algún otro amigo le da una mano. El Papa, acaso.

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