Contrariamente a lo que aquí mismo se especulaba hace unos días, Rajoy no ha querido encastillarse y, por primera vez en mucho tiempo, dio un paso al frente y dejó de hacer la estatua, harto quizás de esas palomas que lo ponen todo perdido sin respetar el mármol o los trajes a medida. Ante los suyos, el del PP rememoró su obra, esbozó algo parecido a una autocrítica, tragó saliva y lágrimas y anunció que se iba por su bien, por el del partido y por el de España, justo en ese orden, con varios recaditos a su abdominal antecesor. Al centro de la cara del empleado de Murdoch se dirigieron sus últimos dardos: había asumido –según dijo- sus errores y los de otros, y se ponía a la orden de quien ocupara su puesto. Con las veces que se ha hecho caldo de ese hueso, hay que reconocer que Rajoy ha hecho mutis derrochando elegancia.
En los últimos días, el ya expresidente se ha soltado la melena y ya hay quien dice que sólo falta que el Madrid fiche a Neymar y haga entrenador a Guti para que las noches de la capital sean de auténtico escándalo. Si el primer día de la moción de censura le dieron las diez y le encontró la luna en un local del centro, ayer casi repitió maniobra en el Narciso de la calle Almagro, a escasos doscientos metros del lugar en el que Aznar se disponía a impartir otra de sus lecciones de infinita soberbia. Y hasta hubo quien pensó que en algún momento saldría desorientado del garito y se dirigiría al encuentro de su rival para retarle a un duelo, con Andrea Levy vestida de naranja oficiando de madrina.
Rajoy se había ido y Aznar amenazaba con volver en un acto surrealista en el que el señor de las armas de destrucción masiva se ofreció para reconstruir el centro derecha, para unir al PP y a Ciudadanos en santo matrimonio, de manera que ya nadie pueda separar lo que él se dispone a ensamblar de nuevo y para siempre. No lo haría por su bien y por el del PP, que el carnet de afiliado se lo debió de dejar en otra chaqueta, sino sólo por España y los españoles. Su solución posiblemente sea la misma que Fraga imaginó con Suárez, a quien tentó con ponerle al frente de Alianza Popular previa absorción del CDS, pero esta vez con Rivera de protagonista y Ciudadanos de zumo de naranja. Se confirmaba así lo que también se había dicho aquí en su día, que en alguna cosa había que acertar: derecha sólo hay una y Aznar es su profeta.
El drama del PP constituía su victoria definitiva sobre ese señor de provincias al que veía apearse lentamente del pedestal. El amor eterno que le dispensó duró apenas unos meses y el odio se abrió paso cuando, convertido en asesor al por mayor de multinacionales y lobbies, Rajoy le negó el puesto de visitador de la Moncloa, lo que dificultaba extraordinariamente su tarea de conseguidor. Que Aznar llamara al timbre y Rajoy no le abriera la puerta con la excusa de que estaba en la siesta era mucho más de lo que podía soportar el guardián de unas esencias que siempre fueron exclusivamente las suyas. Pasó el tiempo. No pudo mudarse a Vox porque el cuchitril se le quedaba pequeño y ha sido con Ciudadanos donde encontró por fin un apartamento con vistas en régimen de alquiler desde el que contemplar el deterioro del edificio del PP, gracias a los sabotajes que él mismo propició atrancando las tuberías de los cuartos de baño.
Rajoy no ha caído por una moción de censura sino por sus errores, por ese dontancredismo tan suyo con el que miraba hacia otro lado mientras se levantaba en el vestíbulo del partido un patio de Monipodio con estanque para ranas, pagado con el dinero negro del tesorero de las patillas. De nada le ha servido esta vez su quietud tan desesperante para propios y extraños porque hay empujones brutales que no respetan nada y derriban a un tiempo a escritores y esfinges. Se ha ido culpando a todos, un grupo heterogéneo de archienemigos de España compuesto por socialistas, nacionalistas, independentistas, filoetarras y hasta por patriotas como Rivera, que al parecer les dio alas desde su campanario anunciando el fin de la legislatura mariana.
Aun así, moralmente Rajoy está muy por encima de ese estadista con ínfulas que ahora pretende volver a pastorear al pueblo elegido y mostrarle el camino de salida del desierto. El de Pontevedra ha renegado de esa democracia digital por la que los faraones del PP se permitían designar a sus sucesores, la misma que le eligió a él y antes que a él al fulano del bigote. Rajoy se va como un señor y Aznar quiere regresar como un fantoche.