martes, 2 de septiembre de 2014

SAVATER Y LOS NACIONALISMOS

En el terreno político hay ideas que siempre fueron malas, ayer y hoy, como el racismo, la xenofobia, la teocracia, la esclavitud (explícita o encubierta); otras nacieron aceptables pero han ido empeorando a lo largo de los años, como el nacionalismo. En sus comienzos, en el siglo XVIII, el nacionalismo pretendió sustituir la genealogía sagrada de los monarcas por la genealogía no menos sacra del pueblo soberano: era un mito, pero que pretendía remediar otro aún más nefasto. Más tarde, en contextos coloniales, la ideología nacionalista sirvió para alentar movimientos de independencia en América y en otros continentes. Sin embargo, ya a finales del XIX y desde luego en el XX, el nacionalismo se convirtió en el instrumento de oligarquías reaccionarias que se sentían amenazadas por la inmigración laboral que la industrialización imponía (caso del primer nacionalismo vasco o catalán) o de movimientos totalitarios agresivos de sesgo ultraderechista (en Italia, en Alemania, en la España de Franco…). Actualmente los nacionalismos estatales dificultan seriamente la posibilidad de una unión europea efectiva y los nacionalismos separatistas comprometen los estados de derecho con reivindicaciones basadas en una supuesta identidad étnica que debe prevalecer sobre los inevitables mestizajes de la modernidad. Parecen empeñados en confirmar lo que escribió en su obra sobre esta cuestión Christian J. Jäggi: “Una nación…es un grupo de hombres que se han unido merced a un error común en lo concerniente a su origen y una inclinación gregaria contra sus vecinos”.
Son estos últimos nacionalismos disgregadores los que más pueden preocuparnos hoy en la España democrática. Su ideario, que se basa en una historia convertida en hagiografía, intenta “naturalizar” la siempre artificial comunidad humana. Lo que cuenta para ellos es ser autóctonos, no ser ciudadanos: importa “lo de aquí” - determinado según el criterio de unos cuantos expertos simplificadores – como fuente de derechos y deberes. Por lo común, confunden interesadamente cultura y política, queriendo convertir por ejemplo la lengua regional en base de un nuevo sujeto político (hay varios miles de lenguas en el mundo y poco más de doscientos estados), desconociendo que todos los estados modernos se fraguan a partir de tradiciones culturales diversas reunidas en un proyecto político común. En una democracia lo importante no es de dónde se viene (todos los demócratas somos en el fondo inmigrantes, recién llegados a la comunidad de los desarraigados que quieren futuro compartido), sino el acatamiento de leyes igualitarias a partir de las cuales se quiere avanzar junto a los demás. Los nacionalistas convierten a gran parte de sus conciudadanos en extranjeros en su propia tierra, al no reconocerles como “auténticos” nativos según la definición del “buen vasco”, “buen catalán” o “buen español” que ellos quieren imponer. En último término, esta actitud implica la negación de la propia ciudadanía. Como ha dicho muy bien Jürgen Habermas: “La nación de ciudadanos encuentra su identidad, no en la comunidad étnico-cultural, sino en la práctica de los ciudadanos que ejercen activamente sus derechos de comunicación y participación”.
Por supuesto, la mayoría de los nacionalistas no desean tanto llevar a cabo de una vez la difícil aventura de la independencia como amenazar permanentemente con independizarse al conjunto del país para obtener beneficios a costa del resto de los contribuyentes. En realidad, se trata de un movimiento político profunda e inequívocamente reaccionario, que pretende sobreponer los derechos eternos de los territorios a los de quienes los habitan… sobre todo si llegaron después. De ahí que resulte sorprendente que en España aún haya quien considere a los partidos nacionalistas – cualquiera que sea su signo – como movimientos políticos de izquierdas (o por lo menos más izquierdistas que quienes se les oponen en nombre de la unidad del Estado de Derecho). La verdad es que una persona de izquierdas puede simpatizar con el nacionalismo, desde luego, pero sólo como un cura puede ser ateo: contradiciéndose.


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