domingo, 19 de agosto de 2012

MEMORIAS DE UN ABOGADO


                                                                           
GUADARRAMA EN MARCHA
Asociación cultural

Memorias de un abogado que no claudicó
por Carlos A. Trevisi a su hija María Paz, abogada
I
Había estudiado derecho en la certeza de que en el ejercicio de la profesión de abogado podría aportar algo, por poco que fuera, a la necesidad de justicia que impera en el mundo. Según transcurría el tiempo y avanzaba en la carrera comencé a formularme algunas preguntas a las que no encontraba respuesta. La que más me acuciaba era la que vinculaba las leyes con la justicia y con la libertad. Con el tiempo, y según me fui “haciendo” a los vericuetos de los procedimientos, me preguntaba porqué si durante la carrera me habían enseñado que “la ley es lo que el juez quiere que sea”, de hecho, la norma se aplicaba a los ladrones de gallinas, pero se la “interpretaba”, atenuantes  en mano, según se tratara de ladrones de “guante blanco”. 
Aprendí tempranamente que la ley era nada más ni nada menos que uno de los brazos del poder para mantener un equilibrio sin enfrentamientos entre unos y otros, que en un principio había servido para dar por tierra con las aspiraciones de la plebe y cientos de años después con las de los ladrones de gallinas.
II
Las oficinas del Juzgado de Instrucción Nº 11 no se distinguían por su amplitud. Las causas, que se apilaban en cuanto espacio libre la imaginación del personal las iba colocando –rincones, debajo de los escritorios o la parte superior de armarios que, repletos en su interior, se expandían casi hasta el techo-, daban una sensación de agobio que reflejaba la precariedad del lugar. Tres escritorios, un mostrador y un viejo mueble donde se depositaban transitoriamente las causas en trámite, dejaba apenas un estrecho pasillo por el que me movía sacando y poniendo expedientes según los letrados, al otro lado del mostrador, lo solicitaban.
Poco a poco me fui enterando de qué iba la cosa: la policía tomaba la primera declaración, caratulando el expediente que procedía a enviar de inmediato al juzgado. Según el turno, la causa caía en una u otra secretaría que comenzaba a instruirla.
No pasó mucho tiempo hasta que, viendo el interés que yo ponía, el secretario comenzó a asignarme la instrucción de causas  simples que llevaba a cabo con gusto y, debo decir, hasta con soltura: nunca me devolvía un expediente ni me lo comentaba desfavorablemente; a lo sumo algún detalle en el que criticaba un estilo literario que, sin estar mal, no acompañaba la fórmula habitual  que demandaba la justicia. Así, tomando indagatorias,  comencé a ver, no solo  lo que pasaba en la mesa de entradas donde había abogados que se robaban los expedientes ante el mínimo descuido, sino lo que pasaba “adentro”, cuando en una causa que entraba de comisaría a las 4 de la tarde  un día viernes se postergaba la indagatoria del imputado hasta el lunes siguiente porque a las  6 todo el mundo a casita, menos el juez que los viernes no venía y el secretario que  desaparecía al medio día dejando a cargo al oficial primero (y sin indagar al preso que se pasaba el fin de semana "adentro") y a mi, que más de una vez cerraba el juzgado porque no quedaba nadie para hacerlo.
Con el tiempo el número de aquellas pocas preguntas que me formulara en un principio se amplió sin que sus respuestas aportaran nada distinto: todas ellas  coincidían en que el sistema estaba agotado y que no servía a los intereses de la gente.
Alguna vez que otra hablaba acerca de estos temas con el Oficial 1º, un tal Acha. Nunca se comprometió en sus respuestas pero su  actitud ante la máquina de escribir hablaba del bienestar que sentía trabajando incansablemente. El resto del personal, ya hecho a algunas de las miserias que afrontábamos día a día, no profundizaba en los temas que yo pretendía indagar. Llevaban varios años en el juzgado y pocas cosas les llamaban la atención. Se habían transformado  en empleados públicos y tomaban las indagatorias con el mismo interés que uno tuesta el pan para el desayuno: mecánicamente.
III
El encausado tendría unos 35 años. Flaco, desgarbado; había caído preso en Comodoro Rivadavia por una defraudación prendaria cometida en Buenos Aires. Una licuadora, una tostadora y una heladera que había comprado en cuotas causaron su ruina. Faltando cinco pagos para liquidar la deuda le salió un trabajo en YPF  en Comodoro y allá se fue con la familia.
Cuando lo trajo la policía al juzgad oera una miseria de persona. Sin cordones en los zapatos, sin cinturón, esposado, sin afeitar, despeinado, la ropa arrugada  y sucia… Era un despojo humano: lloraba como un niño, hablaba de su familia –tenía tres hijos que había dejado en Comodoro con su esposa y no dejaba de repetir que pagaría su deuda no bien pudiera volver a Buenos Aires. La policía lo sacó de la casa sin más explicaciones; lo metieron en un avión y lo llevaron a la Capital, dónde se había cometido el delito; declaración  en la comisaría  y directo al juzgado, donde me tocó en suerte indagarlo.
Le pedí que me relatara porqué estaba allí y lo que había sucedido cuando la policía lo fue a buscar a su casa en Comodoro.
Su declaración fue sincera. No le dio ninguna importancia a la deuda que tenía porque era muy poco dinero y su necesidad de afrontar el viaje a Comodoro para instalarse en su nuevo domicilio tan imperiosa, que decidió postergar el pago de las últimas cuotas hasta cuando su nuevo trabajo le diera un respiro. Respecto del viaje manifestó venir solo él en el avión –se trataba de una avión militar- y que cuando fueron a buscarlo a su casa la policía lo ultrajó sacándolo a los empujones delante de sus hijos como si se hubiera tratado de un asesino. Ante tamaño escándalo tenía la certeza de que había perdido su trabajo y que al no saber que sería de su familia pedía que la  trajeran de vuelta a Buenos Aires.
Terminada su declaración se la hice leer y la firmó sin más trámite.
Yo estaba consternado. No podía imaginarme que en “cumplimiento de la ley” se hubiera infligido tanto dolor a una familia; que se hubiera gastado tanto dinero del estado en su traslado; que se lo hubiera tratado como un asesino delante de sus hijos; que le hubieran hecho perder el trabajo que acababa de conseguir y con el que pensaba solucionar buena parte de los problemas que había padecido al quedar cesante en su trabajo anterior…
Elevé el expediente al secretario.
IV
Cuando el juzgado estaba de turno, era tal el aluvión de causas que entraba que mi trabajo se remitía sólo a recibir expedientes, sellarlos, caraturarlos y repartirlos entre la gente de la secretaría. A veces “ayudaba” a más de un abogado, del que el tiempo me había hecho amiguete, que venía a preguntar extraoficialmente  por algún preso que acababa de  “entrar”.
Una mañana de esas que parecía asomar con tranquilidad, se presentó en el  juzgado un abogado al que en alguna oportunidad le había facilitado la lectura de una resolución de la fiscalía antes de elevarla a consideración del secretario. Era un hombre que rondaba los setenta años. Muy cordial, zorro viejo, habíamos establecido una relación mutua muy cercana: Para mi, por lo que me podía aportar su conocimiento de la profesión, y para él, que en más de una ocasión me invitó a trabajar en su estudio con el gancho de un mejor sueldo del que ganaba en el juzgado. Sostenía que el año que llevaba ahí me había aportado más que suficiente como para dar por terminada mi campaña en el fuero criminal y que era hora de que me dedicara a incursionar por lo civil y comercial, mucho más rico en oportunidades, especialmente por el conocimiento que se tomaba con gente del ámbito de los negocios.
Fue hablando con él que me esclarecí, si no en todo, por lo menos en buena parte de lo que hasta me había llevado a pensar respecto de abandonar la carrera.
Me seguía dando vueltas el  procesado de Comodoro. No me lo podía quitar de la cabeza; acaso lo olvidaría en unos días más, cuando la causa volviera de la fiscalía a mis manos y me enterara de cómo seguía el trámite procesal en el que ya no cabía mi intervención. Este hombre y sus circunstancias  habían resultado ser el eje que daría respuesta a mis interrogantes.
V
Poco interesa la ley al hombre de la calle. Será por eso que la mayoría de la gente elude apelar a la ley en busca de justicia, prefiriendo acordar con la otra parte sin que se metan en medio abogados, jueces y demás. La gente se mueve entre lo que su propia conciencia estima que está bien y lo que que entiende que está mal. No le interesa recurrir a los profesionales del derecho porque rompen la linealidad de su pensamiento y lo confunden. Su deseo es terminar cuanto antes con el conflicto sin advertir que los hechos no son tan lineales ni la solución de los conflictos  tan simples como a él le parecen. En alguna medida no le falta razón, porque siendo la ley el marco regulador de las relaciones entre los ciudadanos,  ¿marca en realidad los límites?; ¿es seguridad, razón, solidez?; ¿es confiable, certera, confortable…  o es solo limitativa? ¿No es la ley  taxonomía, cantidad? ¿No es que vela, oscurece, limita, obliga?
La justicia y la libertad, sin embargo, fuera del ordenamiento legal, trascienden lo meramente relacional para dispensar el encuentro, el acto desalienante por excelencia, el instante de suprema lucidez que somos capaces de alcanzar los hombres. La auténtica libertad consiste, así, en la creatividad espontánea con que una persona o comunidad realiza su verdad, es fruto de una fidelidad sincera del hombre a su propia verdad. La libertad y la justicia son conciencia,  adentro-verdad; diálogo, comprensión; comunión; solidaridad, exigencia, amplitud, reflexión, apertura, pasión..., develan, esclarecen, amplían, invitan; son inciertas y hasta incómodas, pero nos pertenecen; están más allá de la ley. En este contexto la libertad no sólo no se acota sino que se amplía en el encuentro con otras libertades; la insignificancia de uno en libertad deviene en la grandeza de una comunidad en libertad. Y la justicia es la plenitud del reconocimiento que disfrutamos por parte de los demás.

Siendo que los hombres apelan a su conciencia y las instituciones a la ley, corresponde a ésta disipar los temores de una subyacencia de recelo con respecto de sus libertades e iniciativas. En tal cumplimiento, la ley tiene que exhibir actitudes francas, alejadas de toda sospecha de indiferencia para con  situaciones  humanas concretas o de intencionalidad en la creación de un mundo abstracto con valores desconectados de la realidad.
Si los hombres apelamos  a nuestra  conciencia será menester que pongamos en claro que ésta es producto de un fuero íntimo al que la vida y sus circunstancias van matizando. Sin embargo mi verdad no es "la" verdad; es apenas la mía y poco valdría mi libertad si fuera solo fruto de la fidelidad que mantiene con "mi" verdad. No sería así, sin embargo, si mi libertad y mi verdad nacieran de una íntima necesidad de ser en los demás. La ley existe para esclarecernos de que mi verdad y mi libertad no pueden lesionar la verdad común ni el ejercicio de la libertad en la sociedad sino más bien para ordenar las relaciones que autorizan la convivencia. El logro de tal ordenamiento debe contemplar las calidades y condiciones de vida de los distintos planos sociales y de la vida íntima de las personas. Es en esa intimidad donde fraguan su conciencia, sus reservas, sus frustraciones, sus ilusiones, sus deseos, sus errores.  Es el espacio donde se forja la distancia que existe entre el "ser" y el "humano". Es el espacio del señorío, del encuentro definitivo entre el alma y el cuerpo en una sola pieza; es el espacio de la respetabilidad, el espacio que le compete al juez para hacer justicia..

VI
El juez era un tipo parco que rara vez aparecía por las secretarías del juzgado a su cargo. Dedicaba un día de la semana a jugar al tenis –los viernes- y como no fuera que su apariencia lo destacaba como de “buena familia” –alguna sonrisita mediante del personal- poco se comentaba de él en lo profesional.
El secretario era un hombre joven bien preparado que se desempeñaba con eficiencia, aunque en más de una ocasión acudía al oficial 1º en busca de ayuda. Se notaba que su puesto de secretario era apenas una etapa en una escalada que podía terminar en cualquier actividad, no necesariamente en la carrera judicial. Un tipo agradable, sensible, gran aficionado a la música clásica, solía dar conferencias de todo cuánto le salía al paso.
Había publicado dos o tres libros que lo habían proyectado en su carrera, “El delito continuado”, uno de ellos, y algún otro que tenía que ver con compositores clásicos (un trabajo sobre Enrique VIII que destacaba su virtuosismo como compositor). El hombre sólido de la secretaría a su cargo, aquél al que acudía en busca de consejo, Acha, lucía entre sus pares de otras secretarías pues les servía como hombre de consulta. El resto del personal más o menos como yo, aunque con una gran diferencia: ya habían dejado de formularse preguntas.
Respecto de mi tarea, según pasaban los meses se me aligeró la carga de salir a la calle para hacer citaciones a eventuales testigos, casi siempre vecinos, profesionales de la medicina o sicólogos, a los que los mismos procesados hacían referencia en las indagatorias. Los policías de guardia en la secretaría comenzaron a dedicarse a ello y con gran gusto dado que la alternativa era estar de pie al lado de la puerta, sin moverse de allí entre las 11 de la mañana y las 18.00, cuando el tribunal cerraba.
Mis visitas a la comisaría de turno, o a tomar un café con alguna abogada que se prestara a aceptar una invitación posterior eran placeres mayores que alternaban con la rutina diaria.
VII

Como solía suceder, el secretario, previa lectura  de la indagatoria que le había  tomado al procesado por defraudación prendaria, la elevó al juez sin hacerme ningún comentario, como no fuera que ya la había despachado.
No habían pasado 20 minutos que el juez me mandó llamar. Me manifestó, de muy mala manera,  que yo no me había  dado cuenta de la función que tenía el juzgado. Que lo que había leído era una defensa del procesado y que nuestra misión era la de llevar a cabo un interrogatorio que facilitara  las conclusiones necesarias para meterlo preso o dejarlo en libertad pero no la de llorar junto al infeliz. Remató el discurso diciendo que a esa clase de gente  había que separarla de la sociedad porque cerraban todos los caminos de la verdad.
Le expliqué que me había limitado a preguntar  acerca de los hechos; que su declaración dejaba de manifiesto exactamente lo que había sucedido y que su opinión (del juez) contrastaba con la del secretario que, habiéndola leído, como hacía con todas las indagatorias que yo tomaba, no había hecho ningún comentario.
-Retírese y dígale al secretario que venga, fue su respuesta.
Me retiré y me dirigí al secretario en un afán de considerar con él lo que me había dicho el juez.
La conversación trajo a colación mi charla con el abogado que me quería llevar a su despacho a trabajar con él y las conclusiones que había sacado.  El secretario no contradijo mi forma de pensar. Por el contrario, me hizo sentar en su despacho y me dijo:
-      Esto es así y no creo que pueda cambiar. Debo decirle que yo mismo estoy de paso en la carrera judicial. Mis afanes tienen que ver con la música. Soy director de orquesta y trabajo como tal en la filarmónica de Montevideo;  por eso me la paso viajando al Uruguay. En uno o dos años  me haré cargo de  la filarmónica de Madrid, donde finalmente residiré. Me incliné por la música porque era lo que más apelaba a mi interioridad, a mis adentros, a mi intimidad.
    De pronto me di cuenta, ya en ejercicio de mi profesión de abogado, que la justicia que aspiramos a lograr no es de este mundo en el que ha triunfado la solidez de instituciones que no nos pertenecen. ¿Nunca se le ha ocurrido pensar que nosotros hablamos de "justicia" y llamamos a nuestro Tribunal Supremo "Suprema Corte de Justicia" y el mundo "civilizado", el norte de Europa, de donde proviene la civilización, llama a sus tribunales Law Courts? La gran diferencia radica en la visión que tienen del hombre. El norte de Europa creció a partir de comunidades religiosas que tenían por consigna  la fraternidad; sus hombres y mujeres lo aprendieron de las iglesias de la Reforma que convivieron con el poder pero no aspiraron a ejercerlo. La civilización que vivimos, aunque con las deformaciones propias de un inclemente capitalismo, apunta al hombre en relación con los demás, en sociedad. Su peor pecado es infringir la norma de la puesta en común social. Ese hombre ha crecido en función de los demás hombres y, más aquí de la justicia, que reconocen como deseable, la ley impera por sobre todo. En cambio nosotros, los latinos,  no supimos de  comunidades ni de consignas fraternas: la Iglesia católica se apartó de su camino y se transformó en una institución, ansiosa de poder,  abandonándonos a merced de  instituciones  que no sabemos respetar.
    La justicia nuestra es una farsa porque íntimamente vivimos dos mundos: el de la civilización, tan categórica, tan cierta, tan confiable pero tan cruel y el de nuestra forma de ser, de nuestra cultura latina, tan afanosa de verdad pero tan alejada de la realidad de un mundo donde imperan otros valores.
    Mirando con atención el mundo he llegado a la conclusión de que a pesar del escepticismo que exhuman mis palabras todos tenemos un camino abierto que, una vez descubierto, satisfará nuestra intimidad. No desespere. 
Cuando volvió el secretario de la “indagatoria” que le "tomó" el juez, dirigiéndose a mi, agregó que quería verme de inmediato.
Volví al despacho de Su Señoría. El tipo estaba furioso.

-¡Cómo se atreve a dirigirse a un juez en los términos que lo ha hecho!  ¡Cómo se atreve! No me cabe duda alguna ahora acerca de la defensa que hizo de ese sinvergüenza. Nuestra misión en la tierra es emular la justicia divina que no está atada a meras circunstancias sino a principios inquebrantables de nuestra fe. ¿Cómo se atreve...


-Me he atrevido porque usted no responde a mis expectativas de lo que debe ser un juez. No vale usted  para ocupar el cargo que ocupa.


Uno o dos días más tarde  me llegó  un telegrama de despido  que hablaba de desacato pero no decía nada de los “principios inquebrantables de nuestra fe”.
Conseguí una carta de recomendación de mi amiguete, el setentón, que me llevó a trabajar interinamente a un juzgado en lo Civil y Comercial.

Al poco tiempo recibí una llamada del secretario del Juzgado de Instrucción para comentarme que el desarrapado al que yo había prestado una defensa insólita según el juez, se había suicidado en la cárcel cortándose las venas.


Este hecho aceleró mi decisión de trabajar por la justicia desde "afuera" y monté mi propio despacho. 

Así que aquí me tienes hija,  luchando pero entero.


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