viernes, 23 de marzo de 2018

BOLONIA O EL CAPITALISMO ACADÉMICO

Enrique Javier Díez Gutiérrez
El proceso de convergencia europea, que se presenta como una forma de armonizar los diferentes sistemas universitarios europeos, tiene un espíritu que casi todo el mundo podría compartir: equiparar las titulaciones; desarrollar un aprendizaje más centrado en el estudiante, reduciendo el peso de las clases magistrales, o potenciar la docencia tutorizada y de tipo seminario. El problema del Plan Bolonia es el marco global en el que se inscribe y la filosofía que orienta esta reforma.
Porque un aprendizaje más centrado en el estudiante y más tutorizado implica grupos de estudiantes más pequeños y, por tanto, más profesorado, cambios en las instalaciones, etc.; es decir, más financiación. Al igual que la movilidad por Europa.
Pero la aplicación del Plan Bolonia busca que la financiación corra, cada vez más, a cargo del bolsillo de los estudiantes y de las propias universidades, haciendo sus productos más atractivos para su aplicación empresarial. 
El bolsillo de los estudiantes se resentirá. Quienes quieran acceder a los títulos de posgrado, los másteres (aquellos que ofrecen una formación científica especializada y que serán los que realmente cuenten para acceder a los puestos mejor remunerados del mercado laboral), tendrán que pagarlos a un alto precio. Lo que antes equivalía a ser licenciado en una carrera de cinco años –pagando los créditos todos por igual a lo largo de esos cinco años–, ahora se divide en dos partes (grado y posgrado) y, si se quiere llegar a esa especialización de cinco años, se tienen que pagar el posgrado a precio de oro. 
Para eso se ha creado la figura de los préstamos-renta. Es decir, pasamos de las becas a los préstamos bancarios (es fácil imaginar quiénes son los más interesados), con lo que, a partir de ahora, los estudiantes estarán endeudados antes incluso de intentar buscar una vivienda. Pero lo crucial es el cambio que suponen: se pasa de considerar la educación superior como un derecho accesible a toda la ciudadanía, a entenderla como una prerrogativa que se financia a quienes puedan devolver esa inversión.
La financiación de las universidades públicas también se resentirá. Las inversiones y los planes de estudio están siendo pensados de acuerdo con las exigencias del mercado y como preparación al mercado de trabajo. Mientras, se recorta el presupuesto para proyectos improductivos de orientación humanística y/o crítica. Porque la profesionalización ya no es una finalidad entre otras de la Educación superior, sino que tiende a convertirse en la principal línea directriz de todas las reformas educativas. Con el argumento de que la Educación superior debe atender a las demandas sociales, se hace una interpretación claramente reduccionista de qué es la sociedad, como si esta se redujera únicamente a los intereses de las grandes empresas.
Es obvio que hoy en día toda persona necesita aptitudes y competencias adecuadas para moverse en el mundo laboral; pero sorprende que la actitud de las universidades sea reducir la enseñanza universitaria a las competencias útiles para la gran empresa, obedeciendo a un utilitarismo que impide a los jóvenes interesarse mínimamente en lo que parece no ser vendible en el mercado de trabajo. Otras capacidades que podrían promover una sociedad más justa y mejor van quedando obsoletas y se las obvia progresivamente.
Incluso la financiación pública se subordina a la previa obtención de fuentes de financiación externa; es decir, privada. Donantes que imponen su logotipo en las paredes, vuelven a bautizar los edificios y promueven cátedras a cambio de una denominación que revela el origen de los fondos. La investigación que proviene de estas cátedras responde a los intereses de quienes las patrocinan, no sólo porque son quienes las financian y ante quienes hay que demostrar la eficacia de su inversión a través de resultados tangibles y que produzcan beneficios, sino también porque recortan y definen los temas e intereses de las investigaciones, así como las prioridades de las mismas.
La prioridad para la investigación de temáticas de interés para las empresas y la industria siempre será así mucho mayor que la financiación disponible para la investigación de cuestiones locales de interés para la gente empobrecida, las minorías y las mujeres de clase trabajadora, por ejemplo.
Es el denominado capitalismo académico: universidades cuyo personal sigue siendo retribuido en una gran parte por el Estado, pero cada vez más comprometidas en una competencia de tipo comercial, en busca de fuentes de financiación complementarias.
Resulta difícil pensar que esta universidad va a poder preocuparse por la interculturalidad, por la diversidad, por la filosofía o por el pensamiento crítico en este contexto de competitividad por resultados y por figurar en el ranking de la excelencia académica.
Es necesario defender una universidad que se comprometa con la sociedad, que sea motor de transformación social. Pero el Plan Bolonia no pretende cambiar la sociedad desde la universidad para hacerla más justa, más sabia, más universal, más equitativa, más comprensiva, sino adaptar la universidad al mercado, a una parte muy concreta de la sociedad, cuyas finalidades no se orientan precisamente hacia la Justicia, la comprensividad o la equidad, como a la vista está. Por ello, necesitamos repensar los auténticos problemas de la universidad, para que otro proceso de convergencia sea posible. Una reforma de la Educación superior desde una óptica auténticamente social y al servicio de la sociedad y no exclusivamente del mercado.
Enrique Javier Díez Gutiérrez es  Profesor de la facultad de Educación de la Universidad de León.

No hay comentarios:

Publicar un comentario