viernes, 6 de diciembre de 2013

RETRATO DE UNA IZQUIERDA ADOLESCENTE

Fernando García de Cortázar

“Se educó entre hombres para quienes las ideas eran a menudo más reales que los hechos.” En su celebrada biografía de Marx, Isaiah Berlin caracterizaba de este modo el ambiente en que se formaron los revolucionarios socialistas de mediados del siglo XIX. No se trataba sólo de personas con la apreciable voluntad de mejorar el mundo, sino de individuos empeñados en convertir la existencia humana en el campo de pruebas de una utopía. La historia nos ha señalado cuál fue el precio pagado por aquel esfuerzo. Y es justo aceptar que incluso los errores cometidos brotaban de las esperanzas que los ambiciosos afanes de la Ilustración pusieron en los corazones de los hombres y que su intolerancia pudo ser el fruto de una virtud exagerada que les llevó a renunciar muchas veces al realismo y hasta a la compasión.

Pero el carácter de nuestra actual izquierda poco tiene que ver con una rectitud desordenada o con una  firmeza abusiva. No estamos ante honrados apóstoles con el gesto marcado por la severidad de una doctrina, sino ante insolentes profesionales que se ganan el sueldo amedrentando a quienes ponen en duda la calidad de su producto. Nuestra izquierda no ha madurado hacia un pacífico pragmatismo, sino que ha envejecido hacia un colérico descreimiento. No ha ganado flexibilidad en la defensa de sus principios, sino intransigencia en la justificación de su conducta. No es leal a unas ideas cuya discusión pueda enriquecer a todos, sino fiel a unas consignas  indiscutibles.

Nada ha hecho tanto daño a nuestra normalización democrática como la impunidad con la que la izquierda se ha movido, segura de que sus ideas tenían un valor moral añadido, una mayor envergadura cívica y una inexpugnable solidez teórica. La falta de resistencia cultural a sus dictados es responsable de la ausencia de un necesario debate sobre algunas cuestiones que en cualquier país avanzado nunca podrían plantearse con la mezcla de acritud e ignorancia con que se exponen en el nuestro. 

Esa inexplicable ventaja que concedemos a la izquierda no ha servido, sin embargo, para que esta preste oídos a las ideas ajenas, sino para  que eleve el  tono de hartazgo e irritación con el que se digna mencionarlas. Si en anteriores reflexiones me he referido a asuntos de una agenda más habitual, como el derecho a la educación, la defensa del sector público, la tutela de la igualdad de género o la vigencia del carácter de clase de las opciones políticas, hay dos cuestiones que sólo en España parecen haberse constituido en la línea divisoria que separa a los ciudadanos modernos de los cavernícolas que impiden nuestra conversión colectiva en una nación democrática normalizada.
La primera es esa vehemente defensa de una sociedad laica que siempre se afirma sobre el sombrío y estéril terreno del anticlericalismo.

 A nuestra izquierda le faltan toneladas de sutileza y cultura para distinguir entre ambos conceptos y, en cambio,  le sobran océanos de confusión intelectual, prejuicios históricos y vulgaridad argumentativa para aceptar que hablamos de cosas distintas. Resulta patético observar cómo sólo en función de su propia inseguridad y de su deseo de afirmar un perfil ideológico que nadie en su sano juicio plantea en el mundo occidental, la izquierda española trata de presentar los valores del catolicismo como un asunto que se refiere, exclusivamente, a los privilegios de la Iglesia. Una lógica exigencia del respeto a la libertad religiosa y una pasmosa deferencia, cuando no sorprendente fascinación, por confesiones ajenas a la católica, se acompañan de una recelosa actitud ante lo que son además de  creencias metafísicas, valores morales, normas de conducta y criterios de organización social de los cristianos españoles.

De ningún modo se trata de que los católicos impongan  esos valores a quienes no lo son, sino de que puedan disponer de ellos sin sentirse insultados o ridiculizados, ni acusados de un inicuo sectarismo. Mientras en España basta con que alguna  persona declare profesar una fe distinta al catolicismo para que la izquierda exija la custodia de los derechos de una minoría, cualquier opinión emitida por un católico en nombre de sus principios es considerada un vuelo hacia el pasado más fanático  y una insufrible agresión a la libertad de todos en nombre de la conciencia de unos pocos. El catolicismo es sistemáticamente arrojado del espacio público, como si una creencia personal compartida por buena parte de los españoles fuera un asunto íntimo, que en nada tuviera que plasmarse en la vida colectiva. Mientras se considera legítimo que se defiendan concepciones sociales antagónicas del catolicismo, se niega que ese mismo derecho pueda ser ejercido por  quienes comparten además de una creencia religiosa,  un modo de existencia. Creer que los católicos deben mostrarse indiferentes a los criterios con los que se trama el tejido moral de una comunidad es confundir dos ámbitos perfectamente distinguibles en la articulación de nuestra sociedad: la defensa pública de unos valores y la imposición del privilegio de una institución. 

La segunda cuestión  quizás se refiera a esa nostalgia de lo  absoluto en la que, según George Steiner, desembocó la secularización de las sociedades europeas hace dos siglos. Porque no es casual que el anticlericalismo infantil que quiere presentarse como laicidad se haya acompañado de una actitud reverencial ante la mística silvestre del nacionalismo mientras se frivoliza con los derechos más esenciales de los ciudadanos. En este caso, el derecho a ser español, garantizado por la Constitución de 1978 y corroborado en las diez elecciones a Cortes realizadas desde su aprobación por no hablar de algo que quizás a otros les parecerá secundario, pero no a mí: la tradición verificable de quinientos años de Estado común y los doscientos de nación constitucional que llevamos en eso que en todos los países civilizados suele llamarse historia.
Si sufrimos hoy la impugnación más grave que ha  soportado España, no es atribuible sólo a la tarea minuciosa y tramposa de los nacionalistas, probada en esa doblez que les permite afirmar identidades irrevocables y firmar acuerdos olvidadizos. Debemos ponerlo también en el saldo de esa izquierda que ha traicionado a sus propios fundadores para entregar esta nación, que un día dijo querer defender, a quienes ansían destruirla. Curiosamente, no en nombre de la lucha de clases o en busca del paraíso proletario, sino empujada por su patológico despiste al servicio de los egoístas horizontes de una oligarquía regional.

No debería sorprendernos este cambio de actitud, que separa a nuestra izquierda actual de quienes empezaron a construirla en España, armados por ideas que podemos considerar equivocadas, pero no carentes de dignidad. A esta izquierda inmadura, a esta izquierda adolescente, se le pueden aplicar las palabras con las que el propio Marx se refería a quienes repiten la historia, primero como tragedia, luego como farsa: no son más que parodia de aquellos principios, no son más que  anacronismo frente al progreso, no son más que un espectro que quiere hacerse pasar por espíritu.

Fernando García de Cortázar
Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad


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